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viernes, 8 de febrero de 2013

75 contra uno están las apuestas

Muerte se concentró sobre los dos recientes cadáveres que yacían en el suelo. Si, había hecho algo de trampas, se los había cargado sin que el gato se diera cuenta. Al fin y al cabo, el hilo que los unía a la vida era tan fino... iban a morir de todos modos, la gracia estaba en saber cual lo haría antes. No le gustaba perder, así que había hecho lo correcto: forzar tablas. Matarlos a los dos a la vez había sido ahorrarles muchos minutos de sufrimiento y resolver la apuesta de la mejor manera posible, pero también pensó en ellos porque claro, morir antes que el otro hubiera sido un infierno para ambos. Lo único que hacía que se aferraran a la vida era la satisfacción de que el otro cayera antes. Así que les había hecho creer a cada uno que el otro ya había cascado, y la cosa funcionó: hubo dos muertos con sonrisas de satisfacción en la boca, creyéndose el mejor. Pero ahora las cosas habían cambiado, alguien le amenazaba. Amenazaba la forma de no vida que había llevado desde el principio de los tiempos. A él precisamente, a la Muerte en persona. No, el jueguito del apocalipsis estaba saliéndose de madre. Tenía que volver a poner las cosas en su sitio, ya se encargaría del Ambrosio en su momento, pero mientras tanto tenía que echar abajo su plan. Juró solemnemente sacar la sangre de su cuerpo y secar el tuétano de sus huesos, reducir a polvo su ser y bailar sobre sus cenizas. A la muerte se le daba bien el claqué.

¿Así que ese advenedizo aprendiz de genio loco quería jugar con fuego? ¿quería mandar a otros a hacer el trabajo sucio mediante trucos y engaños, sin dar la cara? ¿pensaba que dividir a los sabios y ponerlos unos contra otros para aprovechar la coyuntura y acabar con los jinetes dándoles donde más les dolía le iba a funcionar tan fácilmente? Muerte sabía jugar a ese juego. Miles de tiranos, dictadores, reyes, emperadores y autoproclamados descendientes de dioses habían intentado jugar con Muerte y  escapar a la muerte. Pero todo empezaba y acababa con él.

Levantó una mano sobre el primer cadaver y lo hizo desaparecer. Para lo que tenía en mente, el otro no podía verlo. Hizo un gesto con la mano y el cuerpo exánime abandonó su lividez al comenzar a latir de nuevo un corazón. El sabio empezó a recuperar fuerzas, a curarse y nuevos conocimientos llenaron su mente, desatando las limitaciones mágicas y unas palabras reverberaron por su mente: has superado la prueba, has ganado la batalla; eres merecedor de ser el heraldo de la Muerte. Mentalmente, hubo una respuesta, casi como un susurro deslizándose en la brisa que dijo así: tuyo soy, ordena y manda lo que gustes. Muerte esbozó una sonrisa (si una calavera puede hacer tal cosa) y siseó estas palabras: Ambrosio tiene que morir, está rompiendo el equilibrio, está acabando con el juego milenario entre el bien y el mal, ya no es divertido. Y si le quitas a la muerte su única diversión, van a pasar cosas muy feas ¿me entiendes?. Ve, mi heraldo, ve y procura la muerte a este renegado.

Una vez se hubo ido, hizo aparecer al otro y lo resucitó del mismo modo. Tu has sido elegido, tu has sobrevivido, has superado la prueba, dijo. Estás destinado a ser mi escudo, mi perro guardian, mi fiel escudero. Escóndete en las sombras, no dejes que perciban tu presencia y evita que el enemigo ose acercarse. Porque un nuevo orden quiere imponerse, pero no lo dejaré. Pagará cara su insolencia...

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