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lunes, 7 de mayo de 2012

Fuego

Calor, cariño, emoción, vida. Primavera, en suma. Ese era mi don, y ahora sabía que incluso en el sitio más frío y en las peores condiciones podía hacerlo surgir y reanimar la vida a mi alrededor. Muchos intentos más tarde me fueron haciendo comprender que nunca podría encender una llama, porque las ramas secas y la hojarasca eran materias muertas. Cuando empecé a intentar cosas con animales también comprendí por sus reacciones en cada caso que no podía dar calor a quien no lo quería o necesitaba; lo único que conseguía era cansarme y frustrarme. Eso lo averigüé cuando me encontré con una mamá loba con su cachorrillo, ambos moribundos, hambrientos, cansados, sin forma aparente de sobrevivir en aquel paraje donde raro era ya ver plantas y más raro aún ver animales más grandes que insectos, pequeños roedores y algún que otro pájaro. La madre al verme se puso en actitud defensiva, pero sin la fuerza y garra que hubiera caracterizado a un animal tan noble como el lobo. Su cría apenas se mantenía en pie, casi helada y falta de fuerzas. Yo me fui acercando poco a poco, venciendo la natural resistencia de la madre, y cuando la tuve cerca probé a darle parte de mi calor. Varios intentos seguidos de varios rechazos me descorazonaron mucho, hasta que por la forma en que me rechazaba, al principio por desconfianza, luego por alguna razón extraña, nada violenta, entendí que más bien se trataba de una petición desesperada: salva a mi hijo antes. Y eso hice, me acuclillé a su lado y lo cogí en brazos. Me sorprendió lo ligero que era, bajo aquel manto de pelo que delataba su corta edad y que camuflaba su auténtica envergadura y escasa presencia. Enternecido, di tanto calor como pude, y yo mismo me sorprendí de lo que podía llegar a dar sin haber entendido muy bien aún como funcionaba mi don. El pequeñuelo revivió visiblemente, convirtiéndose de un pequeño muñeco en un chiquitín revoltoso. La apariencia satisfecha de su madre me reconfortó mucho, más cuando fui a ayudarla a ella, se dejó caer en el suelo y un último gesto suyo me indicó qué es lo que pasaba en realidad: estaba tan débil que ya era demasiado tarde para ayudarla, posiblemente por amamantar a su cría por encima de sus propias posibilidades. El mensaje estaba claro: cuída de mi niño, no lo abandones, dale una vida y un futuro que no he podido darle yo. El chiquitín, ya recuperado, no paraba de dar vueltas desconsolado alrededor de su madre con tanta energía y vigor que solo se me ocurrió un nombre lo suficientemente bueno para él: fuego.

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